camello.
(Del lat. camēlus, este del gr. κάμηλος, y este del arameo gamlā).
1. m. Artiodáctilo rumiante, oriundo del Asia central, corpulento y más alto que el caballo, con el cuello largo, la cabeza proporcionalmente pequeña y dos gibas en el dorso, formadas por acumulación de tejido adiposo.
2. m. Persona que vende drogas tóxicas al por menor.
3. m. Pieza antigua de artillería gruesa de batir, de 16 libras de bala, pero corta y de poco efecto.
4. m. Mar. Mecanismo flotante destinado a suspender un buque o una de sus extremidades, disminuyendo su calado.
5. m. Col. trabajo (‖ ocupación retribuida).
~ pardal.
1. m. jirafa.
Es la opción 2, «Persona que vende drogas tóxicas al por menor», la más utilizada habitualmente en el mundillo del mercado de sustancias psicoactivas ilegales. El origen es algo dudoso, tal como inidca J.C. Usó en el artículo que reproducimos.
Se cree que el uso de los camellos para pasar fronteras con drogas, frigoríficos…, cualquier cosa que pueda escapar de las redes del fisco y/o aduanas ha sido y es una de las distintas opciones para pasar por aduanas sin ser interceptados. Los camellos pueden andar por el desierto y llegar a un punto de destino con material adosado a sus jorobas, igual que las palomas mensajeras, tienen gran resistencia y una muy buena orientación ya demostrada muchas veces incluso en el raid africano París-Dakar.
EL “CAMELLO”: ORÍGENES DE UNA VOZ FAMILIAR
Prácticamente coincidiendo con la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona’92 la Real Academia Española (RAE) incorporó en la 21ª edición del Diccionario de la lengua española una nueva acepción del término “camello”, que hasta entonces sólo había designado —oficialmente— a ese rumiante artiodáctilo y giboso que cobra especial protagonismo todos los años el 6 de enero, con motivo de la festividad de los Reyes Magos (aunque cada vez lo pierda más en favor de los renos de Santa Claus). Con cierto retraso, como nos tiene acostumbrados en estos casos, el alto organismo que tiene como divisa limpiar, fijar y dar esplendor al idioma castellano legitimó el significado popular y coloquial que venía atribuyéndosele desde hacía años en la calle a la palabra “camello”, es decir, el de “persona que vende drogas tóxicas al por menor”.
La definición, que ya había sido compilada por Alfonso Sastre en su Tratado de lumpen, marginación y jerigonça (1980), viene a coincidir con la que han dado otros autores como Francisco Umbral —“dícese del traficante de droga al detall”— en su Diccionario cheli (1983); Enrique Berjano y Gonzalo Musitu —“traficante menor de droga”— en su “Argot de consumidor de drogas” (1987); José Ramón Martínez Márquez, más conocido como Ramoncín —“traficante de drogas, generalmente de pequeña categoría”—, en su Tocho cheli. Diccionario de jergas, germanías y jeringonzas (1993) y Ciriaco Ruiz —“traficante de drogas, en pequeñas cantidades”— en su Diccionario ejemplificado de argot (2001).
No obstante, si rastreamos el empleo del término en los medios de comunicación escritos concluiremos que la apreciación de esa actividad “al por menor”, “al detall” o de “pequeña categoría” resulta muy relativa. Así, por ejemplo, en 1974 el semanario de sucesos y actualidades Por qué? calificaba de “simples camellos” a la pareja francesa que había sido detenida cerca de Valencia unos años antes cuando transportaban en su automóvil 114 kilos de heroína pura. Y es que entre los profesionales de la información también se ha atribuido el término “camello” a quien actúa como “correo” (Ya, 1977) o “intermediario” (Andalán, 1977), aunque pueda tratarse de cantidades de notoria importancia. Muchos escritores, periodistas y reporteros no han escatimado giros y epítetos en su afán por matizar los rasgos de este personaje clave en el mundo de las drogas: “camello principal” (El País, 1980), “camellos menores” (El País, 1980 e Interviú, 1983 ), “camello por cuenta propia” y “camello callejero, pobre” (Sal Común, 1981), “camello de poca monta”, “camello de a pie”, “pequeños camellos” y “camellos de cierta talla” (El Viejo Topo, 1981), “camello modestito, de segunda o tercera división” (El País Semanal, 1981), “camellos de 50 gramos [de heroína]”, “camello de postín, casi de guante blanco” y “camello profesional” (Interviú, 1983), “camello tocho” (Daniel Valdés, Báilame el agua, 1997)… Todo en un vano intento de perfilar una figura que muchas veces se desdibuja y en la realidad de la calle termina por confundirse con la del consumidor.
Aunque nada dice la RAE acerca del género del “camello”, Umbral es tajante cuando asegura que “el camello, por definición, es masculino” e insiste en el hecho de que “habiendo muchas mujeres, casi siempre jóvenes, dedicadas al camelleo, no se ha creado una palabra para ellas”. Sin embargo, desde que Francisco Umbral publicara su Diccionario cheli, la mujer ha recuperado parte del protagonismo en la historia que el hombre siempre le ha regateado, y novelistas como Juan Madrid (Crónicas del Madrid oscuro: una mirada al subterráneo, 1994) y Gabriela Bustelo (Veo, veo, 1996) han sido pioneros en utilizar el término “camella”. Por lo demás, el reconocimiento académico de la voz “camella” recibirá un espaldarazo definitivo cuando se publique —esperemos que no se tarde demasiado— el monumental Diccionario de la droga: Vocabulario técnico y argot (actualmente en prensa), del profesor Félix Rodríguez González, de la Universidad de Alicante.
Con todo, cabe preguntarse cuándo, cómo y por qué se genero esa voz. En opinión de Umbral la respuesta a los orígenes del término pueden ser dos: el traficante es “camello” porque “porta una carga” y también —más literariamente— porque “esa carga viene con frecuencia de África, tierra de camellos”.
La intuición de Paco Umbral no carece de fundamento. En este sentido, merece la pena recordar que ya en 1965 la revista Life (en español), al describir la ruta internacional del tráfico de heroína, mencionaba que el opio recolectado en las plantaciones de adormidera turcas era llevado hasta los laboratorios del Líbano, a través de las arenas de Siria, “a lomo de camello”, en competencia con mulos, camiones y otros medios de transporte no tan eficaces. Pocos años más tarde periódicos como Mediterráneo y revistas como La Actualidad Española insistirían en recrear la imagen de “caravanas de camellos” transportando cargamentos de opio o hachís desde países tan remotos y exóticos como Pakistán, Afganistán, Irán, Turquía… Es más, según parece, los camellos no sólo fueron utilizados en su día como animales de carga al uso. Así, el diario Mediterráneo en 1952, el rotativo ABC en 1966 y la publicación Selecciones del Reader’s Digest en 1969 informaban de la detención de algunos traficantes en Egipto que habían conseguido burlar fronteras introduciendo drogas —valiéndose de tubos de caucho, bolsas y cilindros metálicos— en el interior del estómago de tan sufridos animales.
Anécdotas a parte, la primera referencia que hemos podido localizar del empleo de la voz “camello” aplicada a la persona que se dedica al menudeo de drogas data del año 1968. Se trata de una noticia firmada por Fernando Casado, publicada en el diario Tele/eXpres: “La Brigada de Investigación Criminal identifica y detiene a un traficante de grifa de los llamados camellos”. Por la forma de expresarse el periodista podemos suponer que el suceso tuvo lugar más o menos por la misma época en que el término empezaba llegar a oídos de la prensa, aunque no sería hasta los años 70 cuando comenzaría a generalizarse su alocución.
La reputación, la fama, viaja muy rápido en la clandestinidad, pero no es menos cierto que antes de que cualquier novedad que se registre en el mercado negro sea controlada por la policía, salte a los medios de comunicación y finalmente llegue a ser de dominio público ha pasado antes una larga andadura en los ambientes de drogas. En este sentido, es muy posible que la voz “camello” en su origen tenga que ver con dos informaciones aparecidas en 1926 en el semanario sensacionalista El Escándalo. Concretamente, el 3 de junio de aquel año el reportero Luis Urbano informaba que hacía poco tiempo había sido detenido en Barcelona un traficante de cocaína que fingía ser jorobado y ocultaba su mercancía en una “enorme joroba de cartón”. Algunos meses más tarde otro reportero de El Escándalo, Ángel Marsá, explicaba otro caso similar en una de sus crónicas sensacionalistas: “[Los vendedores] se valen de mil estratagemas para comerciar con el opio. En París conocí a un individuo que se dedicaba exclusivamente a trasladar opio desde Marsella, donde se lo facilitaba un marinero japonés, a París. ¿Y sabes cómo lo escondía? Pues tenía una joroba de hoja de lata, que se ponía debajo de la americana, y la joroba iba llena de paquetes de opio. Sus colegas le llamaban el camello metálico”.
De momento, carecemos de otras referencias intermedias que nos permiten conectar la información publicada en 1926 por El Escándalo con el léxico recogido en 1968 por Tele/eXpres, pero nos inclinamos a pensar que el origen de la voz que identifica al vendedor de drogas al menudeo como “camello” se remonta al ingenio de la picaresca que se desarrolló en los felices —para unos— o locos —para otros— años 20.
Juan Carlos Usó, en Cáñamo (La revista de la cultura del cannabis), nº 93, septiembre de 2005, pp. 73-75.